Todo empezó con Ted Hughes. Había leído una reseña en alguna parte y llegué a casa con sus Cartas de cumpleaños. Era viernes, me acuerdo bien, había salido por ahí a tomar algo y llevaba el libro dentro del bolso. Estaba cansada y me dirigí maquinalmente a la biblioteca a dejar el libro en su sitio.
Su sitio. Ahí comenzó el bloqueo. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que La campana de cristal, de Sylvia Plath, su exmujer y madre de sus hijos, ya estaba allí, en la biblioteca. Antes que él. No me había dado cuenta de que quizás ella no quería que el libro de su exmarido estuviera cerca.
No fue una duda, en realidad. Fue una certeza. Sentí que no quería que estuviera allí. Sentí un reproche mudo, una queja muda, como si con aquel libro estuviera poniendo en peligro a un muerto. Nadie ha estudiado lo que ocurre cuando le das un golpe a un cadáver. Un golpe sin querer en la cabeza contra la puerta del tanatorio, un golpe sin querer cuando lo metes en el ataúd, un golpe sin querer cuando no derramas ni una lágrima, cuando discutes los detalles de la herencia en el despacho de un abogado.
¿Cuántos golpes recibe un muerto después de muerto? De eso se trata.
Y de que se puede morir muchas veces, aunque no haya forenses dispuestos a certificarlo.
Probé a dejar el libro encima de una mesa, porque era tarde, y porque mi casa consistía en una sola habitación y no había forma de alejar el daño, de evitarlo.
La noche fue mala, claro, y a la mañana siguiente devolví el libro sin haberlo abierto siquiera. Sería bonito que en los motivos que incluye un establecimiento para descambiar un producto se incluyera el mío: «Tengo una muerta en casa, una suicida, y no puedo meterle al exmarido, lo siento».
Me impongo esa obligación como lectora: cuidar los libros, las vidas de los escritores de mi biblioteca. Sí, tengo que elegir a quién dejo dentro y a quién saco. Tengo que elegir quién no entra. No pueden estar todos. No deben. Como en la vida.
Querría hacer algo parecido con Camille Claudel, algo a gran escala, llevar a cabo un gran movimiento revolucionario. Ojalá hubiera un nombre para quien ama la escultura, para los «lectores» del mármol y del bronce. No lo hay. Lo que significa que no puedes amar eso. Puedes ser el visitante de un museo, un mecenas, pero nada más. Te obligan a mirarlo todo junto. No hay una categoría para los que preferimos el David de Miguel Ángel al Guernica de Picasso, La verdad velada de Corradini a Las tres gracias de Rubens, Le chien de Giacomettia El caballero de la mano en el pecho de El Greco.
Aun así, y aunque sea con una frase larga, con complemento del nombre, me declaro amante de la escultura en general; y, en concreto y muy en especial, de la de Claudel, y no entiendo, y denuncio que esté en el Musée Rodin. ¿Quién toma esta clase de decisiones? ¿Quién se atreve a infligir esta clase de heridas postmorten? Delitos de lesa humanidad. Sin persecución policial, sin juicio ordinario, sin sentencias ejemplarizantes.
Ella no quería que él entrara en su taller. No quería saber nada de un hombre que no sólo ocultó su influencia y colaboración (la de ella) en sus obras, sino que estuvo mintiéndole durante años, retrasando su compromiso con ella. Que boicoteó su futuro como artista, que permitió, a golpe de cobardía y egoísmo, de martillo y cincel, que permaneciera en un manicomio. Eso hizo, convertirla, por deformación profesional, en un trozo de mármol que podía modelar a su gusto. En un trozo de piedra que mover de un sitio a otro. En un mineral mutista, que no grita, que no gime, que no señala con el dedo, que no le escupe al hombre, a la sociedad, al mundo. Una piedra que no puede vomitarte los treinta años de encierro en un manicomio en la cara. Que no puede llenarte de bilis la alfombra.
¿Qué hacen en el Musée Rodin sus obras?, insisto. Que las lleven todas a Nogent-sur-Seine, a su propio museo. Sobre todo, L´Age mûr, esa escultura en la que Claudel le suplica a Rodin desnuda, de rodillas, que se dé la vuelta, que cumpla su compromiso, que deje a Rose Beuret y la elija a ella.
Sí, ya lo sé, la donó al museo Paul Claudel, el hermano de Camille. Ya lo sé. Ya lo sé. Ya lo sé.
Amo mucha esa escultura, pero me cuesta mucho perdonársela. Perdonarle que inmortalizara ese gesto. Ese gesto que permite que él le dé la espalda para siempre. Ese gesto que le obliga a ella a ser, eternamente, a través de los siglos, Camille, l´implorante. Le mintió, le obligó a abortar, abusó de su talento, la abandonó. ¿Por qué no una escultura alejándose? Camille, la que camina, la que corre, la que da un portazo.
La habría hecho. Pero no le dieron la oportunidad. Le cortaron las manos con el diagnóstico de manía persecutoria. Tiene gracia el diagnóstico. La habría hecho, estoy segura. Porque era brillante y valiente y salvaje.
Le perdono La edad madura porque sobrevivió treinta años en el manicomio, que es lo que tenía que hacer, sobrevivir, sobrevivirle a Rodin.
También sobrevivió Dora Maar, La mujer que llora. Y Françoise Gilot. ¿Qué habría pintado Picasso si no hubiese tenido mujeres llorando a su alrededor? Mujeres locas, histéricas, gritándose entre ellas. Dora Maar no podía hacer fotografías porque habrían salido mojadas, turbias. Françoise Gilot no podía pintar porque habría empapado los lienzos.
Ni escribir ni esculpir ni fotografiar ni pintar. Llorar, gritar, sufrir, suplicar, esos son los verbos, el lenguaje de la locura inoculada por el hombre en el alma femenina.
Habéis conseguido que la Plath meta la cabeza en el horno, que Camille se arrodille, que Dora Maar se aísle del mundo. Pero queréis más, siempre querréis más, siempre.
También yo sé volverme loca. Como mi bisabuela, como mi abuela, como mi madre. También yo sé ganarme un buen diagnóstico. Lo llevo en las vísceras, en las entrañas.
Podría llorar, pero escribo. Esculpo con el cincel de la palabra una figura femenina. Una figura que es, a la vez, Sylvia Plath, Camille Claudel y Dora Maar. Y Françoise Gilot y Frida Kahlo y María Callas y Zelda Fitzgerald. Una mujer que lleva millones de mujeres dentro; una gran muñeca rusa. Una mujer que da la espalda, como en el famoso cuadro de Friedrich. Celui qui s´éloigne, así se llama esa figura esculpida en bronce. La que se aleja, la que no mira atrás, la que no concede el beneficio de la duda.
Está de pie, bien apoyada en la tierra. Y mira al frente.
La habría hecho, Camille, esa figura. Lo sé porque la llevo en la sangre.